miércoles, 5 de octubre de 2011

EXISTENCIA Y CONSISTENCIA

Tomado de: Lecciones preliminares de Filosofía del profesor Morente


Existencia y consistencia. Estos dos significados equivalen a estos dos otros: la existencia y la consistencia. La palabra “ser” significa, por una parte, existir, estar ahí. Pero por otra parte significa también consistir, ser esto, ser lo otro. Cuando preguntamos ¿qué es el hombre?, ¿qué es el agua?, ¿qué es la luz?, no queremos decir si existe o no existe el hombre, si existe o no existe el agua o la luz. Queremos decir: ¿cuál es su esencia?, ¿en qué consiste el hombre?, ¿en qué consiste el agua?, ¿en qué consiste la luz? Cuando la Biblia dice que Dios pronunció estas palabras: “Fiat lux”; que la luz sea, la palabra “ser” está empleada, no en el sentido de “consistir”, sino en cl sentido de “existir”.  cuando Dios dijo “Fiat lux”; que la luz sea, quiso decir que la luz, que no existe, exista. Pero cuando nosotros decimos: ¿qué es la luz?, no queremos decir qué existencia tiene la luz, no. Queremos decir: ¿Cuál es su esencia?, ¿cuál es su consistencia?

Así estas dos significaciones de la palabra “ser” van a servirnos para aclarar nuestros problemas iniciales. Vamos muy sencillamente a aplicar a las dos significaciones de la palabra “ser” las dos preguntas con que iniciamos estos razonamientos: la pregunta: ¿qué es? y la pregunta: ¿quién es? Y aplicadas esas dos preguntas a los dos sentidos del verbo “ser”sustantivado, tenemos: primera pregunta: ¿qué es existir? Segunda pregunta: ¿quién existe? Tercera pregunta: ¿qué es consistir?, y cuarta pregunta: ¿quién consiste?

Examinemos estas cuatro preguntas. Vamos a examinarlas, no para contestarlas, sino para ver si tienen o no contestación posible.  A la pregunta: ¿qué es existir? resulta evidente que, no hay contestación posible. No se puede decir qué sea la existencia. Existir es algo que intuimos directamente. El existir no puede ser objeto de definición. ¿Por qué? Porque definir es decir en qué consiste algo; pero acabamos de ver que “consistir”, es justamente lo contrario de “existir”, o por lo menos algo tan totalmente distinto, que no puede confundirse, no debe confundirse.

Si, pues, yo pregunto: ¿qué es existir?, tendría que contestar a esa pregunta indicando la consistencia del existir, puesto que todo definir consiste en explicitar una consistencia; y definición consiste en la indicación de en qué consiste la cosa. Ahora bien: es claro y evidente que el existir no consiste en nada. Por eso muchos filósofos –todos los filósofos, en realidad– se detienen ante la imposibilidad de definir la existencia. La existencia no puede ser definida, y precisamente habrá un momento en la historia de la filosofía, en que un filósofo, Kant, hará uso de esta distinción, para hacer ver que ciertos argumentos metafísicos han consistido en considerar la existencia como un concepto, y manejarlo, barajarlo, con otros conceptos, en vez de considerarla como una intuición que no puede ser barajada y discurrida del mismo modo que los conceptos.

Por consiguiente, la pregunta: ¿qué es existir? no tiene contestación, y la eliminaremos de la ontología. La ontología no podrá decirnos qué es existir.
Nadie puede decirnos qué es existir, sino que cada cual lo sabe por íntima y fatal experiencia propia.
Pasemos a la segunda pregunta, que es: ¿quién existe? Esta segunda pregunta sí puede tener contestación. A esta segunda pregunta cabe contestar: yo existo, el mundo existe, Dios existe, las cosas existen. Y caben combinaciones en estas contestaciones; cabe decir: las cosas existen, y yo como una de tantas cosas. Cabe también decir: yo existo, pero las cosas no; las cosas no son más que mis representaciones; las cosas no son más que fenómenos para mí, apariencias que yo percibo, pero no verdaderas realidades. No “son” en sí mismas, sino en mí.

Cabe también contestar: Ni las cosas .ni yo existimos de verdad, sino que sólo Dios existe, y las cosas y yo existimos en Dios; las cosas y yo tenemos un ser que no es un ser en mí, sino un ser en otro ser, en Dios. También cabe contestar esto. De modo que a la pregunta: ¿quién existe?, puede haber contestaciones varias.
Vamos a ver la tercera pregunta: ¿qué es consistir? Esta pregunta tiene contestación. ¿Puede decirse en qué consiste el consistir? Puede decirse en qué consiste la consistencia; porque efectivamente, como quiera que yo advierto que unas cosas consisten en otras, no todas consisten en la misma. Hay maneras, modos, formas variadas del consistir. La enumeración, el estudio de todas estas formas variadas del consistir, es algo que puede hacerse, que debe hacerse, que se hace, que se ha hecho. Es algo que constituye un capítulo importantísimo de la ontología. Ahora veremos cuál.

Y, por último, la cuarta pregunta: ¿quién consiste?, no tiene contestación. Le pasa a esta pregunta como a la primera: ¿qué es existir?, que no tiene contestación. Tampoco: ¿quién consiste? puede tener contestación, porque lo único que cabría decir es que no sabemos quién consiste. Hasta que no sepamos quién existe, no podemos saber quién consiste, porque sólo cuando sepamos quién existe, con existencia real en sí, podremos decir que todo lo demás existe en ese ser primero, y por lo tanto, todo lo demás consiste. De suerte que la pregunta no tiene contestación directa.

Si –como, por ejemplo, dicen algunos filósofos como Espinosa– nada existe, ni las cosas, ni yo, sino que las cosas y yo estamos en Dios, entonces a la pregunta: ¿quién consiste?, contestaremos que todos consistimos, salvo Dios, que no consiste, puesto que no es reductible a otra cosa, y en cambio nosotros y las cosas somos todos reductibles a Dios. Por consiguiente, esta cuarta pregunta no tiene contestación directa, no la puede tener; es simplemente el reverso de la medalla de la segunda pregunta, porque tan pronto como sepamos quién existe, sabremos quién es el ser en sí, y entonces todo lo que no sea ese ser en sí, será ser en ese ser, es decir, todo lo demás consistirá en ese ser.

Queda, pues, reducido nuestro problema de la ontología a estas dos preguntas: ¿quién existe? y ¿qué es consistir” A la primera hay múltiples y variadas contestaciones. Las contestaciones que se dan a la pregunta: ¿quién existe?, constituyen la parte de la ontología que se llama la metafísica. La metafísica es aquella parte de la ontología que va encaminada a decidir quién existe, o sea quién es el ser en sí, el ser que no es en otro, que no es reductible a otro; y entonces todos los demás seres serán seres en ese ser en sí. La metafísica es la parte de la ontología que contesta al problema de la existencia, de la auténtica y verdadera existencia, de la existencia en sí, o sea a la primera pregunta.

A la segunda pregunta: ¿qué es consistir?, hay también múltiples contestaciones posibles. Esas múltiples contestaciones posibles son otras tantas maneras de consistir. Los objetes consisten en esto o en lo de más allá, y cada uno consiste según la estructura de su objetividad. La segunda pregunta: ¿qué es consistir?, da, pues, lugar a una teoría general de los objetos, de cualquier objeto, de la objetividad en general. La segunda pregunta constituye la teoría del objeto, la teoría de la objetividad, o –si me permitís una innovación quizá no demasiado impertinente en la terminología– podríamos decir: la teoría de la consistencia de los objetos en general.

Así, pues, la ontología de que vamos a hablar durante unas cuantas lecciones, se nos divide en: 1º metafísica y 2º teoría del objeto o teoría de la consistencia en general. En este territorio de la ontología dos grandes avenidas se abren ante nosotros: la avenida metafísica y la avenida de la teoría del objeto.

Vamos a seguir esas dos avenidas una después de otra. En la historia de la filosofía los dos problemas (el problema de quién existe y el problema de qué es consistir) han andado muchas veces mezclados y esto ha perjudicado a la claridad y nitidez de los filosofemas, de las figuras (en el sentido psicológico que hemos empleado aquí, pero aplicado a la filosofía) de las figuras filosóficas, de los temas filosóficos, de los objetos filosofados por el filósofo.

Ha sido perjudicial, como siempre todo equívoco es perjudicial. Nosotros, pues, tendremos muy buen cuidado, en nuestras excursiones por la metafísica y por la teoría de los objetos, de mantener muy claramente siempre la distinción entre el punto de vista existencial metafísico y el punto de vista objetivo consistencial. No siempre nos será posible atenernos estrictamente a uno de esos dos puntos de vista; no siempre nos será posible hacer metafísica sin teoría del objeto, ni hacer teoría del objeto sin metafísica. A veces nosotros mismos tendremos que hablar de ambos temas y casi simultáneamente. Pero si desde ahora tienen ustedes muy presente esta diferencia esencial de orientación en los dos temas, no habrá peligro en tratarlos a veces simultáneamente, puesto que ustedes ya harán las necesarias distinciones entre lo que vale para uno y lo que vale para otro.
Vamos, pues, ahora a entrar valientemente, resueltamente en la avenida de la metafísica.

Decimos que la metafísica está dominada por la pregunta: ¿quién existe? Decimos que esa pregunta implica que hay múltiples pretendientes a existir, múltiples pretendientes que dicen: yo existo. Pero tenemos que examinar sus títulos. No todo el que quiere existir, o dice que existe, existe verdaderamente.
Los griegos hicieron ya la distinción. He aludido a ello. Tengámoslo muy presente, y preguntémonos ahora: ¿quién es el ser en sí? No el ser en otro, sino el ser en sí. Hay una contestación a esta pregunta, que es la contestación más natural, natural en el sentido biológico de la palabra, la que la naturaleza en nosotros, como seres naturales, nos dicta inmediatamente, la más obvia, la más fácil, la que a cualquiera se le ocurre: ¿Que quién existe? Pues muy sencillo: esta lámpara, este vaso, esta mesa, estos timbres, esto pizarrón, yo, esta señorita, aquel caballero, las cosas, y entre las cosas, como otras cosas, como otros entes, los hombres, la tierra, el cielo, las estrellas, los animales, los ríos; eso es lo que existe.

Esta contestación es la más natural de todas, la más espontánea, y es la que la humanidad repetidas veces ha enunciado constantemente. Ha tardado muchos siglos la humanidad en cambiar de modo de pensar acerca de esta pregunta, y aun habiendo cambiado de modo de pensar los filósofos, sigue pensando en esta forma todo el mundo, todo el que no es filóso-fo. Más aún: siguen pensando en esta forma los filósofos en cuanto que no lo son; es decir, el filósofo no es filósofo las veinticuatro horas del día; no lo es más que cuando filosofa; pero cuando se levanta por la mañana y, como aquel personaje de Molière, aquel monsieur Jourdain, dice: “Jeanette, mon chocolat”, en aquel momento el filósofo no es filósofo, como cuando saca un cigarrillo y se lo ofrece a un amigo. El filósofo no es filósofo más que cuando filosofa, y yo me atrevería a decir que todos los filósofos antiguos y modernos, presentes y futuros, en cuanto que no son filósofos, espontánea y naturalmente viven en la creencia de que lo que existe son las cosas, entre las cuales naturalmente y sin distinción, estamos nosotros.

La palabra latina que designa cosas, es “res”. Esta respuesta primordial, y aun diría primitiva, natural, lleva en la historia de la metafísica el nombre de realismo, de la palabra latina “res”. A la pregunta: ¿quién existe? contesta el hombre naturalmente: Existen las cosas –“res”–, y esta respuesta es el fondo esencial del realismo metafísico.
Pero ese realismo, en esta forma en que yo acabo de dibujarlo, no tiene ni un solo represen-tante en la historia de la filosofía. Ni un solo filósofo, antiguo ni moderno, es realista de esta manera que acabo de decir. Porque no puede serlo. Es demasiado evidente, cuando reflexionamos un momento, que no todas las cosas existen; que hay cosas que creemos que existen y en cuanto nos acercamos a ellas vemos que no existen, ya sea porque realmente se desvanecen, ya sea porque inmediatamente las descomponemos en otras; que es muy sencillo encontrar cosas compuestas de otras. Por consiguiente, esas cosas compuestas de otras, inmediatamente descubrimos en qué consisten, y cuando hemos descubierto en qué consisten, ya realmente no podemos decir
que existen, en ese sentido de existencia en sí, de existencia primordial. Así, realmente, no ha habido en toda la historia de la filosofía –por lo menos que yo sepa– ningún realista que afirme la existencia de todas las cosas.

El realismo empezó desde luego en Grecia; y empezó discerniendo entre las cosas. El primer esfuerzo filosófico del hombre fue hecho por los griegos, y empezó siendo un esfuerzo para discernir entre lo que tiene una existencia meramente aparente y lo que tiene una existencia real, una existencia en si, una existencia primordial, irreductible a otra.

El primer pueblo que de verdad filosofa es el pueblo griego. Otros pueblos anteriores han tenido cultura, han tenido religión, han tenido sabiduría; pero no han tenido filosofía. Nos han llenado la cabeza –en estos últimos cincuenta años sobre todo, a partir de Schopenhauer– de las filosofías orientales, de la filosofía india, de la filosofía china. Esas no son filosofías. Son concepciones generalmente vagas sobre el universo y la vida. Son religión, son sapiencia popular más o menos genial, más o menos desarrollada; pero filosofía no la hay en la historia de la cultura humana, del pensamiento humano, hasta los griegos.

Los griegos fueron los inventores de eso que se llama filosofía. ¿Por qué?
Porque fueron los inventores –en el sentido de la palabra descubrir–, los descubridores de la razón, los que descubrieron que con la razón, con el pensamiento racional, se puede hallar lo que las cosas son, se puede averiguar el último fondo de las cosas. Entonces empezaron a hacer uso de intuiciones intelectuales e intuiciones racionales, metódicamente.
Antes de ellos se hacía una cosa parecida, pero con toda clase de atisbos, de fes, de elementos irracionales.
Hecho este paréntesis, diremos que los primeros filósofos griegos que se plantean el problema de quién existe, de cuál es el ser en sí, cuando se lo plantean es que ya han superado el estado de realismo primitivo que enunciábamos diciendo: todas las cosas existen, y yo entre ellas. El primer momento filosófico, el primer esfuerzo de la reflexión consiste en discernir entre las cosas que existen en sí, y las cosas que existen en otra, en aquella primaria y primera.

Estos filósofos, griegos buscaron cuál es la o las cosas que tienen una existencia en sí. Ellos llamaban a esto el “principio”, en los dos sentidos de la palabra: como comienzo y como fundamento de todas las cosas.
El más antiguo filósofo griego de que se tiene noticia un poco exacta se llamaba Thales y era de la ciudad de Mileto. Este hombre buscó entre las cosas cuál sería el principio de to-das las demás, cuál sería la cosa a la cual le conferiría la dignidad de ser, de principio, de ser en sí, la existencia en si, de la cual todas las demás son meros derivados; y el hombre dictaminó que esta cosa era el agua. Para Thales de Mileto, el agua es el principio de todas las cosas. De modo que todas las demás cosas tienen un ser derivado, secundario.

Consisten en agua. Pero el agua, ella, ¿qué es? Como él dice: el principio de todo lo demás, no consiste en nada; existe, con una existencia primordial, como principio esencial, fundamental, primario.
Otros filósofos de esta misma época –el siglo VII antes de Jesucristo– tomaron actitudes más o menos parecidas a la de Thales de Mileto. Por ejemplo, Anaximandro, también creyó que el principio de todas las cosas era algo material; pero tuvo ya una idea un poco más complicada que Thales, y determinó que ese algo material, principio de todas las demás co-sas, no era ninguna cosa determinada, sino que era una especie de protocosa, que era lo que él llamaba en griego “apeiron”, indefinido, una cosa indefinida, que no era ni agua, ni tierra ni fuego, ni aire, ni piedra, sino que tenía en sí, por decirlo así, en potencia, la posibilidad de que de ella, de ese “apeiron”, de ese infinito o indefinido se derivasen las demás cosas.

Otro filósofo que se llamó Anaxímenes. también fue uno de esos filósofos primitivos, que buscaron una cosa material como origen de todas las demás, como origen de los demás principios, como única existente en sí y por sí, de la cual estaban las demás derivadas. Anaxímenes tomó el aire.
Es posible que haya habido más intentos de antiquísimos filósofos griegos que buscaron alguna cosa material; pero estos intentos fueron pronto superados.
Lo fueron primeramente en la dirección curiosa de no buscar una, sino varias; de creer que el principio u origen de todas las cosas no es una sola cosa, sino varias cosas. Es de suponer que las críticas de que fueron objeto Thales, Anaximandro y Anaxímenes contribuyeron a ello. La dificultad grande de hacerle creer a nadie que el mármol del Pentélico, en Atenas, fuese derivado del. agua; la dificultad también de hacerlo derivar del aire, de hacerlo derivar de una cosa determinada, sería probablemente objeto de críticas feroces, y entonces sobrevino la idea de salvar las cualidades diferenciales de las cosas admitiendo, no un origen único, sino un origen plural; no una sola cosa, de la cual fueran todas las demás derivadas, sino varias cosas; y así un antiquísimo filósofo casi legendario, que se llamó Empédocles inventó la teoría de que eran cuatro las cosas realmente existentes, de las cuales se derivan todas las demás, y que esas cuatro cosas eran: el agua, el aire, la tierra y el fuego, que él llamó “elementos”, que quiere decir aquello con lo cual se hace todo lo demás.

Los cuatro elementos de Empédocles atravesaron toda la historia del pensamiento griego, entraron de rondón en la física de Aristóteles, llegaron hasta la Edad Media y mueren al principio del Renacimiento.
Aproximadamente hacia la mismo época en que vivió Empédocles, hay dos acontecimientos filosóficos que para nuestros problemas metafísicos son de importancia capital. El uno es la aparición de Pitágoras y el otro es la aparición do Heráclito.

Pitágoras fue un hombre de genio, de un genio formidable, tremendo porque es el primer filósofo griego a quien se le ocurrió la idea de que el principio de donde todo lo demás se deriva, lo que existe de verdad, el verdadero ser, el ser en sí, no es ninguna cosa; o mejor dicho, es una cosa, pero que no se ve, ni se oye, ni se toca, ni se huele, que no es accesible a los sentidos. Esa cosa es el “número”. Para Pitágoras, la esencia última de todo ser, de los que percibimos por los sentidos, es el número. Las cosas son números, esconden dentro de sí números. Las cosas son distintas unas de otras por la diferencia cuantitativa y numérica.

Pitágoras era muy aficionado a la música y fue el que descubrió (él o alguno de sus nume-rosos discípulos) que en la lira las notas de las diferentes cuerdas, si suenan diferentemente es por que unas son más cortas que otras; y no sólo descubrió eso sino que midió la longi-tud relativa y encontró que las notas de la lira estaban unas con otras en una relación numérica de longitud sencilla:  en la relación de uno partido por dos; uno partido por tres; uno partido por cuatro; uno partido por cinco. Descubrió, pues, la octava, la quinta, la cuarta, la séptima musical, y esto lo llevó a pensar y lo condujo hacia la idea de que todo cuanto ve-mos y tocamos, las cosas tal y como se presentan, no existen de verdad, sino que son otros tantos velos que ocultan la verdadera y auténtica realidad, la existencia real que está detrás de ella y que es el número. Sería complejo (no pertenecería tampoco ni al tema ni a la ocasión) el hacer ver a ustedes en detalle esta teoría de Pitágoras. Me interesa solamente haberla hecho notar, porque es la primera vez que en la historia del pensamiento griego sale a re-lucir como cosa realmente existente, una cosa no material, ni extensa, ni visible, ni tangible.

El otro acontecimiento fue la aparición de Heráclito. Heráclito fue un hombre de profundísimo genio, de genio enormemente grande. Anticipó una porción de temas de la filosofía contemporánea. Heráclito recorre con la mirada las soluciones todas que antes de él han sido dadas al problema de quién existe; y se encuentra con una enorme variedad de contestaciones: con que Thales de Mileto dice: el agua existe; con que Anaxímenes dice: el aire existe; con que Anaximandro dice: la materia amorfa, sin forma, indefinida, existe; con que
Pitágoras dice: los números existen; y Empédocles dice: los cuatro elementos existen, lo demás no existe.

Entonces Heráclito encuentra que ninguna de estas contestaciones tiene razón; encuentra que si examinamos verdaderamente, con ojos imparciales, las cosas que se tienen ante nosotros, hallamos en ellas todo eso; y sobre todo, que las cosas que se tienen ante nosotros no son nunca, en ningún momento, lo que son en el momento anterior y en el momento posterior; que las cosas están constantemente cambiando; que cuando nosotros queremos fijar una cosa y definir su consistencia, decir en qué consista esa cosa, ya no consiste en lo mismo que consistía hace un momento. Proclama, pues, el fluir de la realidad.

Nunca vemos dos veces lo mismo, por próximos que sean los momentos, o, como decía en su lenguaje metafórico y místico: “Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río.” Las cosas son como las gotas de agua en los ríos, que pasan y no vuelven nunca más.
No hay, pues, un ser estático de las cosas. Lo que hay es un ser dinámico, en el cual podemos hacer un corte, pero será caprichoso. De suerte que las cosas no son, sino que devienen, y ninguna y todas pueden tener la pretensión de ser el ser en sí. Nada existe, porque todo lo que existe, existe un instante y al instante siguiente ya no existe, sino que es otra cosa la que existe. El existir es un perpetuo cambiar, un estar constantemente siendo y no siendo; un devenir perfecto; un constante fluir. Y así termina la filosofía de Heráclito, por una parte con una visión profunda de la esencia misma de la realidad y que sólo volveremos a encontrar en algún filósofo antiguo, a veces, como Plotino, y en un filósofo moderno, como Bergson; pero, por otra parte, con una nota de escepticismo, es decir, con una especie de resignación a que el hombre no sea capaz de descubrir lo que existe verda-deramente; que el problema sea demasiado grande para el hombre.

Y en este momento –que es el siglo VII antes de Jesucristo–, en este momento en que Heráclito acaba de terminar su obra, surge en el pensamiento griego el filósofo más grande que conocen los tiempos helénicos. El más grande, digo, porque Platón, que fue discípulo suyo, lo calificó así. Platón (como ciertos periódicos de antigua prosapia, que hacen gala de no usar nunca sino moderadamente de adjetivos encomiásticos) nunca adjetiva, ni en bien ni en mal, a ninguno de los filósofos que lo antecedieron. Los nombra cortésmente.
No dice que sean tontos, pero tampoco dice que sean muy inteligentes. El único ante el cual se pasma de admiración, es Parménides de Elea. A Parménides lo llama en sus diálogos siempre “el grande”, “Parménides el grande”; siempre le pone este epíteto, como los epítetos que reciben los héroes de Homero.

Cuando Heráclito termina su actuación filosófica, surge en el pensamiento griego Parménides el grande, que es, en efecto, el más grande espíritu de su tiempo –tan grande, que cambia por completo la faz de la filosofía, la faz del problema metafísico, y empuja el pensamiento filosófico y metafísico por la senda en la cual estamos todavía hoy. Hace veinticinco siglos que Parménides empujó el pensamiento metafísico en una dirección, y esa dirección ha seguido hasta hoy inclusive.

lunes, 12 de septiembre de 2011

DEL PORQUE EL BLOG SE LLAMA “Daseinenemancipación”


En la denominación “Daseinenemancipación” hay tres elementos valiosos desde una filosofía analítica o desde un intento Hermenéutico por agotar su contenido inagotable.

En primera instancia, tenemos el concepto de “Dasein” esencial en la filosofía Heideggeriana que designa básicamente “el ser ahí”  es decir el alter ó yo, que estoy aquí, en una realidad concreta, pero siempre en el abismo de perder mi ser, ósea, de dejar de ser yo mismo, ya sea por mis cosas, los demás, mi música, mis ideologías, mis demonios y hasta mi religión, Haciéndome un ser bifurcado entre lo que soy y lo que me dicen que sea y en algunos casos desgraciados, morir a mi ser y existir como el exterior me dice que exista.

Heidegger identifica la esencia con el ser y el ser de cada uno de nosotros se fundamenta en la existencia, único condicionante a priori, lo que indica que el hombre está abierto a sus posibilidades, con plena libertad de elegir, pero si no sabe hacer una correcta elección estará sujeto a las determinaciones exteriores, aunque no hay que olvidar de que el hombre a pesar de ser posibilidad, no deja de ser también dueño de una existencia real.

Esto último es esencial para cualquier sociedad, ya que si no se tienen seres auténticos es como si se construyera una casa en el aire, que a diferencia de la de Rafael Escalona, esta se caería, dejando estragos y muerte para sus habitantes; también se debe tener en cuenta la posibilidad de elección que somos, ¿qué estamos eligiendo que nos ha llevado a tener una sociedad arruinada, con grandes avances civilizatorios, pero con hombres salvajes?

Otro aspecto del título es el Dasein que está “en”, ésta palabra designa, un lugar y un tiempo, es decir una realidad cambiante, dinámica y constante, pero también una realidad fija, que me obliga a ser consciente de que como ser existente debo anclarme “en” un tiempo y un lugar determinado, para transformarlo y hacerlo más habitable.

En tercer lugar tenemos la palabra “emancipación” muy utilizada en Latinoamérica que nos identifica en la lucha contra el yugo ladrón y explotador de las naciones extranjeras que vienen a aprovecharse de la ignominia y la incapacidad de las personas y los países subdesarrollados.

Willer Hernández Rodríguez
Lic. Filosofía
USTA

domingo, 8 de mayo de 2011

Caracol Africano se toma Restrepo

por: Willer Hernandez Rodríguez



Un visitante llega a Restrepo desde Tanzania, Mozambique o Kenia, es el molusco (Achatina fúlica) o Caracol Africano, declarado como una de las 100 especies más invasoras del planeta por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).

Es uno de los Caracoles más grandes que existe, llega a medir hasta 30 cm y a pesar 200 gr, es tan resistente que se adapta a casi todas las condiciones ambientales, por otra parte ésta especie tiene una alta tasa de reproducción, poniendo cerca de 1.000 huevos en sus 5 o 6 años de vida;  expandiéndose a un perímetro de 100 km al año.

Por su condición de rastrero tiene la cualidad de transmitir el parasito (Achatina fúlica) que se transmite a través de cualquier modo de contacto, ya sea por alimentos sin lavar, por los famosos Helicidos (baba de caracol) o por el contacto directo con la piel. El parasito que transmite migra a través del cuerpo humano y produce inflamaciones en las “meninges” que recubren el sistema nervioso y afectan el sistema tracto-intestinal.

Llegaron inicialmente al Meta, Putumayo, Tolima, Casanare, Vaupés, Boyacá, Arauca,  y Valle, desde donde se han ido multiplicando y expandiendo; en Restrepo- Meta se ha podido observar un gran número de éstos en los patios y jardines, se deslizan sin que nadie les preste atención, ni mida el riesgo de su presencia.

Por lo demás pululan los nidos, donde se pueden observar entre 20 o 30 huevos, lo que empieza a convertirse en una amenaza, para los jardines y cultivos, además para la salud pública siendo los niños los más afectados, al manipularlos, por su aspecto vistosos y hasta tierno.

La alcaldía ha estado recolectándolos he incinerándolos, pero como dicen los biólogos venezolanos Rafael Martínez-Escarbassiere y Enrique Martínez, hay más posibilidades en controlar esta plaga que en exterminarla, lo que hace pensar en un trabajo de ésta institución simplemente por mostrar a la gente que se está haciendo algo, sin asumir una posición seria frente al problema, además ¿los medios de comunicación desconocen el problema?

Las autoridades departamentales y nacionales, no han establecido políticas claras para el control del molusco, será que ¿estamos esperando que se convierta en un problema incontrolable, para tomar cartas en el asunto y poder sacar tajada, como se hace con todas las catástrofes?

¿Será que al ICA no se preocupa por el futuro de la agricultura en el país o no ve al Caracol Africano como una amenaza? ¿El Ministerio de la protección social no considera que deba preocuparse? o ¿será que no hay recursos para implantar una campaña de exterminio o control?

domingo, 3 de abril de 2011

Sobre la Lectura

"Encontramos aquí un texto importante sobre la lectura, que nos ayudará a comprender el valor y la importancia que tiene la lectura"


Estanislao Zuleta:                             Sobre la lectura
(1982)


Voy a hablarles de la lectura. Me referiré a un texto escrito hace unos años.
Espero que lo comentemos en detalle para que logremos acercarnos al problema de la lectura. Comencemos con un comentario sobre Nietzsche. Nietzsche tiene muchos textos sobre este tema, pero por ahora les recomiendo sólo dos: el prólogo a la Genealogía de la moral y el capítulo de la primera parte de Zaratustra que se llama “Del leer y el escribir”; hay otros muy buenos en el Ecce Homo y en las Consideraciones intempestivas, particularmente en la que lleva por título, Schopenhauer educador.

En ella se habla de lo que significó Schopenhauer para Nietzsche en su juventud y en qué sentido fue para él un educador. Además les recomiendo que se lean Sobre el porvenir de nuestros institutos de enseñanza, pues en él, Nietzsche, hace una crítica de la Universidad como pocas veces se ha hecho, incluso hoy. Vamos a leer el texto sobre la lectura; lo comentaremos y contestaré las objeciones, críticas o insatisfacciones que ustedes me manifiesten.

Acaso ningún escritor haya hecho tan conscientemente como Nietzsche de su estilo, un arte de provocar la buena lectura, una más abierta invitación a descifrar  y obligación de interpretar, una más brillante capacidad de arrastrar por el ritmo de la frase y, al mismo tiempo de frenar por el asombro del contenido. Hay que considerar el humorismo con el que esta escritura descarta como de pasada lo más firme y antiguamente establecido y se detiene corrosiva e implacable en el detalle desapercibido: hay que aprender a escuchar la factura musical de este pensamiento, la manera alusiva y enigmática de anunciar un tema que sólo encontrará más adelante toda amplitud y la necesidad de sus conexiones.

Este estilo es la otra cara, el reverso de un nítido concepto de la lectura, de un concepto que a medida que se hace más exigente y más quisquilloso libera la escritura de toda preocupación efectista, periodística, de toda aspiración al gran público y de esta manera abre al fin el espacio en que pueden consignarse las palabras del Zaratustra y elaborarse la extraordinaria serie de obras que lo continúan,  comentan y confirman. Al final del prólogo de la Genealogía de la moral Nietzsche dice que requiere un lector que se separe por completo de lo que se comprende ahora por el hombre moderno. El hombre moderno es el hombre que está de afán, que quiere rápidamente asimilar; “por el contrario, mi obra requiere de lectores que tengan carácter de vacas, que sean capaces de rumiar, de estar tranquilos”. Nietzsche dice que “existe la ilusión de haber leído, cuando todavía no se ha interpretado el texto. Y esa ilusión existe por el estilo mísero en que escribe.

Pero él va más lejos, el texto que viene más a la mano es el Zaratustra y se encuentra en el primer discurso del Zaratustra. Dice Nietzsche que va a contar la manera como el espíritu se convierte en primer lugar en camello, el camello se convierte en león y éste se convierte finalmente en niño.

Nietzsche dice que primero el espíritu se convierte en camello, es el espíritu que admira, que tiene grandes ideales, grandes maestros. Por ejemplo, en el caso de Nietzsche, Schopenhauer, y una inmensa capacidad de trabajo y dedicación; el camello es el espíritu sufrido, el espíritu que busca una comunidad con cualquier cosa. –Es un aspecto que se refiere al pensamiento, todo el Zaratustra es una teoría del pensamiento–. Si no se logra leer así, no se entiende nada; pero el espíritu no es sólo eso, admiración, dedicación, fervor, y trabajo; el espíritu es también crítica, oposición y entonces dice que el espíritu se convierte en león; Como león se hace solitario casi siempre y en el desierto se enfrenta con el dragón lleno de múltiples escamas y todas esas escamas rezan una misma frase: tú debes.

Entonces el espíritu se opone al deber, es el espíritu rebelde, el que toma el tú debes como una imposición interna contra la cual se rebela, que mata todas las formas de imposición y de jerarquía, pero que todavía se mantiene en la negación.

Y dice Nietzsche que el león se convierte finalmente en niño y explica así: el niño es inocencia y olvido, un nuevo comienzo, y una rueda que gira, una santa afirmación. Eso ya no es rebelión contra algo; la rebelión contra algo sigue estando determinada por aquello contra lo cual uno se rebela, de la manera en que por ejemplo el blasfemo sigue siendo religioso, porque para pegarle una puñalada a una hostia hay que ser tan religioso como para tragársela; es inocencia y olvido; olvido en Nietzsche es una fórmula muy fuerte, una potencia positiva. Nuestra capacidad de olvidar es nuestra superación del resentimiento. Ahora, el pensamiento funciona con las tres categorías: capacidad de admiración: idealización, trabajo o labor; la capacidad de oposición: critica, rebelión, y otra: la capacidad de creación: sin oponernos a nada, de juego, de inocencia, de rueda que gira.

El espíritu es las tres cosas; sólo si esas tres cosas se combinan funciona el pensamiento filosófico; cuando cualquiera de las tres se enuncia sola es una determinada frustración, una filosofía sombría, un dogmatismo o una idealización de cualquier tipo, o una filosofía rebelde que no es más que rebelión, o es también una filosofía que no tiene ni apoyo en aquello a lo que busca integrarse, ni en aquello contra lo que lucha sino que se predica sólo como juego y que como juego sólo es anarquismo vacío.

En un libro más tardío. La voluntad de dominio, Nietzsche retoma estas ideas y las da como historia de su vida; ese mismo juego de oposiciones contiene una filosofía que nos impone un trabajo: interpretar; si no, no entendemos nada.

Nietzsche dice comentando algunos artículos sobre su obra: “Creo que la incomprensión que tienen hacia mí, es en el fondo alejada de la lengua que yo hablo; todavía no pueden llegar a mis textos ya que cuando uno no oye nada, puede tener la ilusión de que allí no se dice nada, entonces, hace falta un tiempo para que me oigan. En todo caso los que me elogian están más lejos de mí, incluso que los que me critican”.

Es al primer discurso del Zaratrusta al que Nietzsche se refiere cuando dice que la lectura requiere la interpretación en el sentido fuerte. Es precisamente por eso que su estilo logró imponer la necesidad de interpretar. El Zaratustra es por eso un libro curioso; casi no existe hoy entre nosotros un libro alemán más famoso que el Zaratustra. Es difícil encontrar en Colombia un zapatero que no se haya leído el Zaratustra; se vende en las librerías de segunda al lado de las obras completas de Vargas Vila y sin embargo probablemente no haya un libro más difícil que el Zaratustra; es como si se vendiera al lado de Vargas Vila La fenomenología del espíritu.

Tiene pues una situación muy particular, ya que se puede recibir como poesía, o se puede hacer una lectura religiosa; en realidad es un libro muy exigente con el lector; hay que cogerlo casi que párrafo por párrafo y someterlo a una interpretación: eso es lo que exige del lector.

Nietzsche es particularmente explícito sobre este punto al final del prefacio a la Genealogía de la moral (1887) y al final del prefacio a Aurora: “No escribir de otra cosa más que de aquello que podría desesperar a los hombres que se apresuran”. No se trata, sin embargo aquí, como podrían hacer pensar éste y muchos otros textos del “Afán del hombre moderno” que requiere informarse lo más rápidamente posible y al que debiérase oponer una lectura lenta, cuidadosa, y “rumiante”. Al poner el acento sobre la “interpretación” Nietzsche rechaza toda concepción naturalista o instrumentalista de la lectura: leer no es recibir, consumir, adquirir, leer es trabajar. Lo que tenemos ante nosotros no es un mensaje en el que un autor nos informa por medio de palabras –ya que poseemos con él un código común, el idioma– sus experiencias, sentimientos, pensamientos o conocimientos sobre el mundo; y nosotros provistos de ese código común procuramos averiguar lo que ese autor nos quiso decir.

Que leer es trabajar, quiere decir ante todo que no hay un tal código común al que hayan sido “traducidas” las significaciones que luego vamos a descifrar. El texto produce su propio código por las relaciones que establece entre sus signos; genera, por decirlo así, un lenguaje interior en relación de afinidad, contradicción y diferencia con otros “lenguajes”, el trabajo consiste pues en determinar el valor que el texto asigna a cada uno de sus términos, valor que puede estar en contradicción con el que posee el mismo término en otros textos.

Para tomar un ejemplo muy sencillo, en contradicción con el valor que tiene en el texto de la
ideología dominante. Platón en el Teeteto incluye en el concepto de “Esclavos” a los reyes, los jueces y en general a todos los que no pueden respetar el tiempo propio que requiere el desarrollo del pensamiento porque están obligados a decidir o concluir en un plazo determinado y ese plazo prefijado los excluye de la relación con la verdad, la cual tiene sus propios ciclos, sus caminos y sus rodeos, sus ritmos y sus tiempos que ninguna instancia y ningún poder pueden determinar de antemano. Así Nietzsche llama “Voluntad de dominio” a una fuerza unificadora perfectamente impersonal que confiere una nueva ordenación y una nueva interpretación a los elementos que estaban hasta entonces determinados por otra dominación.

Esta noción es por lo tanto no sólo ajena a la significación que le asigna la ideología dominante, sino directamente opuesta, puesto que en ésta se entiende como deseo de dominar, superar, de oprimir a otros dentro de los valores y jerarquías existentes y por lo tanto de someterse a esos valores y jerarquías.

Traemos esto a cuento, sólo para indicar que toda lectura “objetiva”, “neutral” o “inocente” es en realidad una interpretación: la dislocación de las relaciones internas de un texto para someterlo a la interpretación de la ideología dominante.

Quiero subrayar aquí un punto: no hay un tal código común. Cuando uno aborda el texto, cualquier que sea, desde que se trate de una escritura en el sentido propio del término, es decir, en el sentido de una creación, no de una habladuría, como dice Heidegger (por que las habladurías también se pueden escribir, eso es lo que hacen todos los días los periodistas, escribir habladurías) cuando se trata, de una escritura en el sentido fuerte del término entonces no hay ningún código común previo, pues el texto produce su propio código, le asigna su valor; ese es un punto importantísimo en la teoría de la lectura; voy a tratar de acercarme un poco más a las lecturas de ustedes; como desgraciadamente ustedes tienen una idea del marxismo según la cual hay que estudiar marxismo y sólo marxismo, entonces como a Marx; bueno, por lo menos sí es un gran escritor.

Cuando nosotros abrimos El Capital, no tenemos con Marx un código común; por ejemplo: Marx comienza a hablarnos de la mercancía: “La riqueza de las sociedades donde impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un inmenso arsenal de mercancías”... pero precisamente el concepto de mercancía y el concepto de riqueza que están en la primera frase de El Capital no nos es común.

Nosotros lo entendemos sin necesidad de buscarlo en el diccionario, nadie ignora qué es una mercancía, nosotros creemos y lo entendemos también por una vía empírica porque podemos dar ejemplos. ¡Ah! si, la mercancía... lo que está exhibido en las vitrinas de los almacenes. Pero Marx nos va a mostrar que nosotros no sabemos qué es la mercancía, ni tampoco qué es riqueza. Marx nos dice en el primer apartado de la Crítica del programa de Gotha, que dicho
programa comenzaba tan tranquilamente con la tesis de que toda la riqueza procede del trabajo y Marx dice, no, la riqueza no procede del trabajo, procede igualmente de la naturaleza; Marx complica inmediatamente la cosa mercancía; son las relaciones sociales de producción las que llevan en sí el poder sobre el trabajo.

La riqueza se presenta (se presenta pero no es) como una gran acumulación de mercancías, incluso, “se presenta”, en una formulación permanente de Marx. Luego dice Marx: la manera como las cosas se presentan no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan la ciencia entera sobraría. Por lo tanto, el texto produce su código, no tenemos un código común, tenemos que extraer el código del texto mismo de Marx, Código quiere decir un término al que el receptor y el emisor asignan un mismo sentido. Sin un término al que se le asigne un mismo sentido no hay mensaje y por eso, por ejemplo, un hablante de una lengua como el chino u otra lengua desconocida, no constituye para nosotros un mensaje porque no tenemos código común.

El problema de la lectura es que nunca hay un código común cuando se trata de una buena escritura. Tenemos que descifrar el código de la manera como esa escritura lo revele. La literatura como la filosofía imponen un código que hay que definir y el texto lo
define; cada término se define por las relaciones necesarias que tiene con los otros términos.

Si nosotros no llegamos a definir qué significa para Kafka el alimento, entonces nunca podremos entender La metamorfosis, “Las investigaciones de un perro”, “El artista del hambre”, nunca los podremos leer; cuando nosotros vemos que alimento significa para Kafka motivos para vivir y que la falta de apetito significa falta de motivos para vivir y para luchar, entonces se nos va esclareciendo la cosa.

Pero, al comienzo no tenemos un código común, ese es el problema de toda lectura seria, y ahora, ustedes pueden coger cualquier texto que sea verdaderamente una escritura, si no le logran dar una determinada asignación a cada una de las manifestaciones del autor, sino que le dan la que rige en la ideología dominante, no cogen nada. Por ejemplo, no cogen nada del Quijote si entienden por locura una oposición a la razón, no cogen ni una palabra, porque precisamente la maniobra de Cervantes es poner en boca de Don Quijote los pensamientos más razonables, su mensaje más íntimo y fundamental, su mensaje histórico, y no es por equivocación que a veces delira y a veces dice los pensamientos más cuerdos.

Ustedes encuentran en el Quijote los textos más alarmantemente locos; en boca de Don Quijote también encuentran la parodia más maligna y los textos más  razonables: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos...”. Ahí está Don Quijote hablando de la locura. En cierto sentido es la locura en el sentido de la inadaptación, es la sabiduría en el sentido de la inadaptación. El Quijote es el hombre tardío, el hombre que ha fracasado en todo durante la vida, que no ha sido más que un fracaso y que no resigna a la vida cotidiana y prefiere salir y salir quiere decir muchas cosas: nacer, enloquecerse, desadaptarse, aventurarse, entonces Cervantes construye todo el comienzo del Quijote, con la imagen del hombre cotidiano, por parejas de oposición, una cosa verdaderamente extraordinaria, una estructura musical, todo está en parejas de oposición: “Y tenía en su casa un ama que no pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio leyendo libros de caballería” –todo cae en oposiciones– “hasta que cayó en la más extravagante idea que hubiese dado loco alguno y fue que parecióle convenible y necesario, así como para el aumento de su honra como para el servicio de su república hacerse caballero andante” y culmina ahí, eso es música.

Pero el Quijote es eso, un hombre que se iba a morir allí, en una haciendita, con un caballito, con un perrito, con una sobrina y una ama; ya tiene 50 años y no ha pasado nada, y Cervantes tiene 50 años y está en la cárcel y no ha pasado nada, y ha fracasado en todo y de pronto sale y ese salir es un nacimiento y sale Cervantes y sale Don Quijote, esa maravilla, el hombre con 50 años de fracasos se niega a que su vida termine en una muerte solitaria, en una vida cotidiana apagada y prefiere la locura a la cotidianidad, pero eso no lo dice Cervantes, eso lo tenemos que construir los lectores al ir construyendo el código.

La más notable obra de nuestra literatura –porque en toda nuestra literatura no hay nada comparable– en el bachillerato nos la prohíben, es decir, nos la recomiendan; es lo mismo que prohibir, porque recomendar a uno como un deber lo que es una carcajada contra la adaptación, es lo mismo que prohibírselo. Después de eso uno no se atreve ni a leerlo, le cuentan que el gerundio está muy bien usado, le hablan de sintaxis, de gramática, del arte de los que saben cómo se debería escribir pero que escriben muy mal: una cosa que a Cervantes no le interesaba, pues lo que hacía era escribir soberanamente, con las más ocultas fibras de su ser. Cuando nosotros llegamos a abrir los ojos ante el Quijote, con asombro, nos damos cuenta que tanto Sancho como el Quijote pueden estar de acuerdo porque ambos son irrealistas, el uno construye una realidad, el otro se atiene a la inmediatez, lo real pasa por encima de uno y por debajo del otro y en conjunto los dos son una crítica de la realidad, a nombre de la inmediatez del deseo y a nombre de la trascendencia del anhelo. La realidad es la que queda muerta, no ellos.

Y sin embargo, Cervantes no nos puede dar eso inmediatamente; el más grande de nuestros autores, un hombre de la altura de Shakespeare, nos da un texto que si nosotros no somos capaces de descifrar, de interpretar, no lo entendemos. No somos capaces ni siquiera de leerlo, o lo leemos por “fuerza de voluntad”, que es peor; pero de lo que se trata es de coger el entusiasmo, coger el ritmo, coger el estilo de Cervantes, o mejor dicho los estilos de Cervantes. Cervantes sabe hacerlo todo, el estilo metonímico de Sancho, apoyado en refranes para darse aire de que no es él el que lo dice y poner la ponzoña por debajo; el estilo lírico de Don Quijote: “Ya no hay hombre que saliendo de este valle entre en aquella montaña y de allá pise una desierta y desolada playa de mar"; esa combinación de estilos que nos da el Quijote se nos escapa porque no sabemos leerlo; ese es el problema que yo les planteo, pues el problema no es que tengamos nada que leer porque traduzcan mal, sino que no sabemos leer nosotros. Claro, ya en el bachillerato nos prohíben El Quijote, ¿por qué nos lo prohíben?; desde la primaria, antes del bachillerato, se introduce una serie de oposiciones en las que ingresamos desde el primer año: el tiempo de clase donde se aprende, aburridor, y el recreo donde se disfruta sin aprender. El Quijote no cabe en esos dos tiempos, porque el Quijote es una fiesta y al mismo tiempo el más alto conocimiento.

Si nosotros tomamos El Capital como un deber, si no somos capaces de tomarlo como una fiesta del conocimiento, tampoco lo podemos conocer; en ese sentido también nos está prohibido el Zaratustra, que es un verdadero libro, la filosofía más rigurosa, más completa de la Alemania del siglo XIX, dicha en forma de verdadera fiesta. Nietzsche quiere romper el saber del lado del deber, y del lado de la diversión, el olvido de sí, el embrutecimiento. Nietzsche quiere romper eso, entonces hace la filosofía más rigurosa que se pueda hacer, en tono de fiesta, eso es el Zaratustra –es el sentido fundamental del Zaratustra.

Pero si queremos saber qué significa interpretar, partamos de una base: interpretar es producir el código que el texto impone y no creer que tenemos de antemano con el texto un código común, ni buscarlo en un maestro. ¡Ah! es que todavía no tengo elementos, dicen los estudiantes; el estudiante se puede caracterizar como la personificación de una demanda pasiva. “Explíqueme”, “deme elementos”, “¿cuáles son los prerrequisitos para esta materia?”, “¿cómo estamos en la escalera?”, “¿cuántos años hay que hacer para empezar a leer El Quijote? No hay que hacer ningún curso.

Hay que aprender a pensar. Lo que se les olvida de El Capital, a todos los marxistas es el prólogo. Esta obra no requiere conocimientos previos, sólo la capacidad de saber pensar por sí mismos. No podemos leer a Marx con la disculpa de que “realmente me faltan elementos, sería mejor haber conocido a Hegel, entonces vamos con Hegel pero Hegel está discutiendo a Kant, entonces me faltan elementos y vamos con Kant, pero Kant está discutiendo a Hume, entonces me faltan elementos y vamos con Hume, pero Hume está discutiendo a Descartes y vamos...” y entonces comience con Tales de Mileto y cuando tenga 80 años llegará a Sócrates, si le va bien. Lo que le falta no son elementos, lo que le falta es interpretación, posición activa, discusión con el texto. Pero el estudiante tiene una posición pasiva, deme elementos, métodos, es decir cabestro, pero ¿cuál es el método? El método es pensar, es interpretar, criticar.

Se puede empezar un estudio de filosofía perfectamente con El Ser y el Tiempo de Heidegger, los prerequisitos están en el texto mismo. Pero la educación es un sistema de prohibición del pensamiento”, transmisión del conocimiento como un deber, el conocimiento como algo dado, petrificado. ¿Qué le falta para leer el Quijote? Le falta aprender a leer. ¡Qué elementos ni qué apoyos, ni qué críticos, ni qué muletas, ni qué cabestro! Le falta aprender a leer, eso es lo que pasa y por eso no siente la maravilla del tono, del estilo, no siente la música secreta, la finura de la parodia, la terrible ponzoña de Cervantes. Don Quijote cree en los libros de caballería, es una locura, ¿por qué una locura? Porque no son una ideología dominante y por eso los pone Cervantes; en cambio si fueran una ideología dominante no serían una locura. Por ejemplo, el cura le dice a Don Quijote: “Y vos alma de cántaro.

Don Quijote o Don Tonto, o como os llaméis, quién ha venido a contaros que hay gigantes, malandrines y encantadores, ni los hubo nunca en el mundo y por qué no vais a preocuparte por tu. Y mujer y tus hijos en vez de ir disparatando por el mundo?”. Y Don Quijote le dice: “¡Ah! pero la biblia que no puede faltar en nada a la verdad, nos enseña que los hubo, contándonos la historia de aquel gigantazo de Goliat”. En otras palabras don Quijote le dice al cura que el problema consiste en que mientras él –Don Quijote– cree en los libros de caballería, el cura cree en la Biblia. El cura cree que lo de Don Quijote es loco porque lo siguen pocos y lo suyo es cuerdo porque lo siguen muchos.

Esa finura y esa ponzoña de Cervantes, su agudeza de pensamiento, su critica fundamental de la ideología, eso no se coge de buenas a primeras si no se interpreta el texto; sólo así se comprende que es una verdadera fiesta del pensamiento y del lenguaje, que párrafo por párrafo es una música que se derrama una y otra vez. Sin embargo, a nosotros nos la prohíben. Todos nos dicen que es una vergüenza que no lo hayamos leído, entonces nos callamos, pero con vergüenza, claro, porque eso sí lo aprendemos, la capacidad de avergonzarnos, o lo leemos por fuerza de voluntad, pero de todas maneras nos está prohibido.

Estamos instalados en un lenguaje complejo y hay que aprender a leer; la primera fórmula es ésta: el código que producimos como lectores. Hay algunos autores que nos desafían desde la primera frase: Kafka, Musil, nos desafían a que produzcamos su código, que no es común.

Cuando uno abre La Metamorfosis y lee: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre obscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia”.

Ahí hay que interpretar o cerrar el libro, ahí sí no se llama nadie a engaño. Hay que tener en cuenta esto: “No hay obras fáciles”. Es una frase de Valery: no hay autores fáciles, lo que hay son lectores fáciles, Hay autores que son más francos, como Kafka, que de una vez le muestra a uno que si no interpreta lo mejor es devolverse. Hay , otros que son camuflados como Dostoyevski; uno puede leer Crimen y castigo sin darse cuenta de que no ha entendido nada, sino que un señor mató a dos viejas y finalmente lo metieron a la cárcel; y en las páginas rojas de los periódicos aparecen cosas de esas todos los días, eso no quiere decir nada, eso no tiene que ver nada con Crimen y castigo.

No hay textos fáciles; no busquen facilidad por ninguna parte, no busquen la escalera, primero Marta Harneker, después Althusser; eso es lo peor; no hay autores fáciles, lo que hay son lectores fáciles, que leen con facilidad porque no saben que no están entendiendo, por eso les parece más sencillo Descartes que Hegel. Toda lectura es ardua y es un trabajo de interpretación: fundación de un código a partir del texto, no de la ideología dominante preasignada a los términos.

Pregunta: ¿Pero yo me imagino que eso no se va a descubrir en un párrafo sino en el desarrollo mismo del texto? Respuesta: Sí, en el desarrollo mismo del texto, pero hay que preguntárselo y no poner esta disyuntiva básicamente estudiantil: entiendo o no entiendo. Esa disyuntiva estudiantil quiere decir, “¿con esto podría presentar examen o no podría?”. Hay que dejarse afectar, perturbar, trastornar por un texto del que uno todavía no puede dar cuenta, pero que ya lo conmueve. Hay que ser capaz de habitar largamente en él, antes de poder hablar de él; como hacemos con todo, con la Novena sinfonía, con la obra de Cezanne, ser capaz de habitar mucho tiempo en ella, aunque todavía no seamos capaces de decir algo o sacarle al profesor – porque siempre hay para los estudiantes un profesor, ese es el problema– la pregunta, “¿y esto qué quiere decir?”. Ese profesor puede ser uno mismo, puedeser imaginario o real, pero siempre hay una demanda de cuentas a alguien, en vez de pedirle cuentas al texto, de debatirse con el texto, de establecer un código.

Pero no vaya a creerse que el trabajo a que aquí nos referimos consiste en restablecer el pensamiento auténtico del autor, lo que en realidad quiso decir. El así llamado autor no es ningún propietario del sentido de su Textos.

Si cogemos el ejemplo del Quijote, el verdadero problema no es el preguntarse qué quería decir Cervantes; el problema es qué dice el texto y el texto siempre dice las cosas que se escapan al autor, a la intención del autor. El autor no es una última instancia. Lo que Cervantes quiso decir no es la clave del Quijote. No hay ningún propietario del sentido llamado autor; la dificultad de escribir, la gravedad de escribir, es que escribir es un desalojo. Por eso, es más fácil hablar; cuando uno habla tiende a prever el efecto que sus palabras producen en el otro, a justificarlo, a insinuar por medio de gestos, a esperar una corroboración, aunque no sea más que un Shhh, una seña de que le está cogiendo el sentido que uno quiere; cuando uno escribe, en cambio, no hay señal alguna, porque el sujeto no lo determina ya y eso hace que la escritura sea un desalojo del sujeto. La escritura no tiene receptor controlable, porque su receptor, el lector, es virtual, aunque se trate de una carta, porque se puede leer una carta de buen genio, de mal genio, dentro de dos años, en otra situación, en otra relación; la palabra en acto es un intento de controlar al que oye; la escritura ya no se puede permitir eso, tiene que producir sus referencias y no la controla nadie; no es propiedad de nadie el sentido de lo escrito.

 “Este sentido es un efecto incontrolable de la economía interna del texto y de sus relaciones con otros textos; el autor puede ignorarlo por completo, puede verse asombrado por él y de hecho se le escapa siempre en algún grado: Escritura es aventura, el “sentido” es múltiple, irreductible a un querer decir, irrecuperable, inapropiable. “Lo anterior es suficiente para disipar la ilusión humanista, pedagógica, opresoramente generosa de una escritura que regale a un “Lector Ocioso” (Nietzsche) un saber que no posee y que va a adquirir”. Estas observaciones pueden servir de introducción a un tema central en la teoría de la lectura, tema en el que dejaremos, otra vez para comenzar, la palabra a Nietzsche, estudiando dos proposiciones aparentemente contradictorias y formuladas con todo el radicalismo deseable en Ecce Homo: a. “En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a que no se tiene acceso desde la vivencia. Imaginémonos el caso extremo de un libro que no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias.

En este caso sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada, no hay tampoco nada”.
b. “Cuando me represento la imagen de un lector perfecto siempre resulta un monstruo de valor y curiosidad, y además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato. Por fin: mejor que lo he dicho en Zaratustra no sabría yo decir para quién únicamente hablo en el fondo; ¿a quién únicamente quiere él contar su enigma?”.
“A vosotros los audaces, buscadores, y a quien quisiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles. A vosotros los ebrios de enigmas que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos; allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir...”.

¿Cómo mantener asidos los dos extremos de esta cadena en la que se nos propone que no se lee sino lo que ya se sabe y que para leer es preciso ser un aventurero y un descubridor nato? La primera cita parece amargamente pesimista, la segunda es terriblemente exigente; considerémoslas de cerca. En el primer caso Nietzsche especifica el 'ya se sabe' como aquello a lo cual se tiene acceso desde la vivencia.

Declara muda, inaudible, invisible, toda palabra en la que no podemos leer algo que ya sabíamos; ilegible todo lenguaje que no sea el lenguaje de nuestro problema, si nuestros conflictos y nuestras perspectivas no han llegado a configurarse como una pregunta y una sospecha de la que ese lenguaje es expresión, desarrollo y respuesta, nada podemos oír en él. Recordemos aquí la extraordinaria tensión que se produce al final de la segunda parte del Zaratustra, en el capítulo titulado “La más silenciosa de todas las horas”, principalmente en el pasaje en que Zaratustra está lleno de terror. “Entonces algo volvió a hablarme sin voz: lo sabes, Zaratustra, pero no lo dices”.

Y en efecto Nietzsche despliega en estas páginas de transición entre la segunda y la tercera parte, todas las sutilezas de su arte para indicar que la mayor dificultad consiste en decir lo que ya se sabe, en reconocer lo que secretamente se conoce; que es un abismo aterrador porque se conoce, porque si no se conociera sería una palabra vacía; pero si se reconoce nos hace pedazos. Aquí encontramos el vínculo entre lo “Que ya se sabe”, y la exigencia de valor, de audacia y de arriesgarse a ser descubridor. El lector que Nietzsche reclama no es solamente cuidadoso, “rumiante”, capaz de interpretar. Es aquel que es capaz de permitir que el texto lo afecte en su ser mismo, hable de aquello que pugna por hacerse reconocer aún a riesgo de transformarle, que teme morir y nacer en su lectura; pero que se deja encantar por el gusto de esa aventura y de ese peligro. Pero ¿cómo puede el lector permitir que el texto lo afecte en su ser? y además, ¿cuál ser? Es evidente que esas exigencias nos conducen hacia la lectura, pero no sabemos nada aún de ese “Dejarse afectar” y ninguna apelación al “coraje” o al valor, es suficiente aquí.

Así como, téngase buena o mala vista, hay que mirar desde alguna parte, así mismo hay que leer desde alguna parte, desde alguna perspectiva. Y ahora, ¿qué puede ser una perspectiva para leer? Esa perspectiva tiene que ser una pregunta aún no contestada, que trabaja en nosotros y sobre la cual nosotros trabajamos con una escritura (sólo se debe escribir para escritores y sólo el que escribe realmente lee). Una pregunta abierta es una búsqueda en marcha que tiene un efecto específico sobre la lectura; ¿cuál? Algunos amigos me han dicho que esa frase es muy fuerte; yo la respaldo; sólo se debe escribir para escritores y sólo el que escribe, realmente lee. En este caso mi inspiración consciente más próxima, es también Nietzsche: “Un siglo más de lectores y el espíritu mismo olerá mal” dice Nietzsche. Qué cantidad de lectores: Se lee desde un trabajo, desde una pregunta abierta, desde una cuestión no resuelta; ese trabajo se plasma en una escritura; entonces, todo lo que se lee alude a lo que uno busca, se convierte en lenguaje de nuestro ser. No se lee por información, ni por diversión; eso no es lectura en el  sentido que queremos darle en este texto a la lectura.

Siempre se lee porque uno tiene una cuestión qué resolver y aspira a que el texto diga algo sobre la cuestión; lo más importante en toda teoría de la lectura es salir de la idea de la lectura como Consumo esa idea rige por ejemplo en la crítica literaria, claro que no en la freudiana, o en la de Barthes o la de Bajtin. Le recomiendo a todo el que pueda conseguirlo que se lea un libro de Bajtin sobre Dostoyevski, titulado La poética de Dostoyevski; lo escribió en el 29; lo prohibió el camarada Stalin y acaba de ser publicado en Rusia y traducido al francés. Es lo más grande que hay hoy en la crítica literaria; mientras tanto Bajtin se pasó 40 años en una pequeña aldea siberiana como profesor de Gramática Rusa.

Es una obra sencillamente gigantesca; el análisis del siglo de Dostoyevski; sobre nadie tenemos una cosa tan incompleta, tan global. Es un tipo de lectura que no se pone a hablar de lo que pueden querer decir las obras de Dostoyevski, sino que se escribe sobre el estilo de Dostoyevski; eso es lo verdaderamente sorprendente.

Creo que con Bajtin la estilística, como rama efectivamente independiente de conocimiento, queda fundada. Observación preliminar. Poseemos una magnífica, una redentora capacidad de olvidar todo lo que no podemos convertir en un instrumento de nuestro trabajo. Y como ese trabajo es en realidad un proceso que sigue vías múltiples, senderos tortuosos y a menudo toma por atajos inesperados, solemos recoger materiales  en los lugares más inesperados, casi en todas partes; cualquiera que tenga una experiencia de lectura (y con mayor razón si es “adicto”), ya que algunos psicoanalistas, Fenichel por ejemplo, hablan de adición a la lectura en sus estudios sobre drogadictos, cualquiera que acostumbre a tomar al azar en un rato de ocio, el primer libro que tenga a la mano, habrá notado sin duda, con cierto asombro, cuan frecuentemente encuentra allí, donde quería olvidarse un rato, que el libro le habla del problema que en ese momento le estaba trabajando.

No hay sin embargo aquí nada de extraño, ni es necesario negar el azar de la escogencia apelando por ejemplo a una premeditación inconsciente: la selección había sido hecha por el problema durante la lectura misma, el problema buscaba sus conceptos, sus conexiones y recibía y capturaba todo lo que le pudiera llenar sus lagunas, las discontinuidades entre los puntos que parecían esclarecidos, y desechaba todo lo demás; o mejor dicho, como no lo capturaba no podía verlo puesto que era el problema mismo el que leía, aquel del que queríamos descansar un poco y que sin embargo seguía trabajando oscuramente como un topo.

Hay que tomar por lo tanto en su sentido más fuerte la tesis de que es necesario leer a la luz de un problema. Como se ve, a medida que escribo estas líneas, el concepto de “problema” ha venido a sustituir subrepticiamente el concepto de “preguntas abiertas” como si se tratara de la misma cosa, o como si fuera algo más explícito, cuando en realidad en el lenguaje corriente es el término más vago que existe. Sin embargo aquí además de substituirse comienza ya a definirse: un problema es una esperanza y una sospecha. La sospecha de que existe una unidad, una articulación necesaria allí donde hay algunos elementos dispersos, que creemos entender parcialmente, que se nos escapan, pero insisten como una herida abierta; la esperanza de que si logramos establecer esa articulación necesariamente quedará explicado algo que no lo estaba; quedará removido algo que impedía el proceso de nuestro pensamiento y funcionaba por lo tanto como un nudo en nuestra vida; quedará roto un lazo de aquellos que nos atan, obligándonos a emplear toda nuestra energía, nuestra agresividad y nuestra libido en lo que Freud llamaba “una guerra civil” sin esperanzas. El trabajo de la sospecha consiste en entregar o someter todos los elementos a una elaboración, a una crítica, que permita superar el poder de las fuerzas que los mantienen dispersos y yuxtapuestos o falsamente conectados. Porque se trata siempre de una fuerza: represión, ideología dominante, racionalización, etc.”.

Leer a la luz de un problema es, pues, leer en un campo de batalla, en el campo abierto por una escritura, por una investigación. El que quiere descifrar en su vida realmente, efectivamente, un problema, por ejemplo, el que quiere descifrar en su vida el enigma del matrimonio, las dificultades de la compaginación, de convivencia de la pareja, de amor y amistad, de dependencia y amor, de hostilidad y dependencia, entonces puede leer con  provecho Ana Karenina; el que no está en eso, no la lea; no la lea, puede que la
termine, pero lo que se llama leer, pensar a Tolstoi, no. Ahora, si nosotros queremos evitar todos los problemas y en abstracto aprender, nos volvemos unos estudiantes, porque los estudiantes, como se sabe, “leen”. Así pues, eso era lo que quería decir la fórmula, que hay que leer desde alguna parte, así como hay que mirar desde alguna parte. “Por lo demás no cabe duda de que esta batalla no se libra principalmente en el escenario de la conciencia. Basta leer El hombre de los lobos o La organización genital infantil de Freud, para saber que ya los cuentos de hadas y las explicaciones sobre el nacimiento y la diferencia de los sexos son leídos, es decir, interpretados, criticados, capturados y desechados a partir del drama que Freud no vacila en calificar de Investigación Originaria”.

Recomiendo a todo el que quiera tener una teoría del conocimiento más o menos fundada, la lectura de La organización genital infantil; probablemente no poseemos hoy una teoría del conocimiento que pueda ser considerada superior a esa; especialmente el capítulo que se llama Teorías sexuales infantiles. Ahí Freud nos dice que el niño es un investigador, esa es su esencia; pero describiéndonos al niño como investigador, nos da las condiciones de todo investigador niño o no y de toda investigación.

Pero, inconscientemente o no, la lectura es siempre el sometimiento de un texto que por sus condiciones de producción y por sus efectos escapa a la propiedad de cualquier “autor”; es una elaboración, parte de un proceso, que en ningún caso puede ser pensado como consumo; puede ser lenguaje en que se reconoce una indagación o puede ser neutralizado por una traducción a la ideología dominante, pero no puede ser la apropiación de un saber. Y ese es el punto al que hay que llegar para romper la concepción y la práctica de la lectura en la ideología burguesa.

También aquí el capital tiene su propia concepción que corresponde natural y humildemente al sentido común, el más peligroso de los sentidos.
a. Ante todo la lectura no puede ser sino una de las dos cosas en las que el capital divide el ámbito de las actividades humanas: producción o consumo. Cuando es consumo, gasto, diversión, “recreación”, se presenta como el disfrute de un valor de uso y el ejercicio de un “derecho” (la burguesía esgrime como su consigna más querida el derecho, los derechos, la igualdad de derechos; con lo cual oculta siempre, como demostró una y otra vez Marx, el problema mucho más interesante, de las posibilidades reales y de los procesos objetivos que determinan las posibilidades y las imposibilidades).

a. Como producción, la lectura es: trabajo, deber, empleo útil del tiempo.
Actividad por medio de la cual uno se vuelve propietario de un saber, de una cantidad de conocimientos, o en términos más modernos y más descarnados, de una cantidad de información, y, en términos algo pasados de moda, “adquiere una cultura”. Este es el período del ahorro, de la capitalización; aquí es necesario abrir la caja de ahorros, la “memoria”, y sus sucursales: archivadores, notas y ficheros.

b. En el primer momento se trata, como demostró Marx, de todo “consumo final”, de la reproducción de las clases, aquí de la reproducción ideológica, de la inculcación de los “valores”, las opiniones y las cegueras, que necesita para funcionar”.

En la segunda forma de lectura se procede por una división del trabajo mucho más precisa, puesto que la lectura, ahorro-deber, no es ya el consumo final sino la formación de los funcionarios de la repetición, de la reproducción ideológica, aun cuando se trate de una reproducción ampliada y su capital fructifique; es decir, no sólo transmiten los conocimientos adquiridos sino que los desarrollan; producen dentro de la misma rama, o tecnológicamente hablando `crean'. Pero sea que se trate como ahorro o como gasto, la lectura queda siempre como recepción.

Ahora bien, si la lectura no es recepción, es necesariamente interpretación. Volvemos pues a la interpretación. Psicoanalítica, lingüística, marxista, la interpretación no es la simple aplicación de un saber, de un conjunto de conocimientos a un texto de tal manera que permita encontrar detrás de su conexión aparente, la ley interna de su producción. Ante todo porque ningún saber así es una posesión de un sujeto neutral, sino la sistematización progresiva de una lucha contra una fuerza específica de dominación; contra la explotación de clase y sus efectos sobre la conciencia, contra la opresión, contra las ilusiones teológicas, teleológicas subjetivistas, sedimentadas en la gramática y en la conciencia ingenua del lenguaje.

El texto citado en realidad es una alusión a Nietzsche. Nietzsche dice: No nos liberamos de Dios mientras mantengamos nuestra fe ingenua en el lenguaje, porque el lenguaje, la gramática impone un sujeto y distingue al sujeto de las actividades que realiza; esto es teológico; la estructura del lenguaje nos impone un sujeto allí donde el sentido de la frase lo destruye, por ejemplo, en la frase: el viento sopla. ¿Quién sopla? El viento. Qué sopla ni qué sopla, el viento es aire en movimiento, ahí no hay nadie que sople; pero la estructura del lenguaje nos impone siempre la denominación de la cosa como un sujeto que actúa y un objeto que padece. El sujeto impone. Eso lo había visto muy bien Nietzsche; en Más allá del bien y del mal lo plantea. El lenguaje nos impone una estructura teológica, por todas partes está inventando un sujeto de la acción y algo que padece la acción; por eso dice Nietzsche que no nos liberaremos de Dios mientras permanezcamos presos de la gramática.

Pregunta: ¿Dios entonces es la contaminación ideológica del lenguaje, la imposición subrepticia? Respuesta: Sí, por eso cuando pronunciamos una palabra tenemos que vivir alerta de su contaminación ideológica. Las palabras no son indicadores neutrales de un referente, sino calificativos aunque uno no lo quiera; en una determinada formación social, si uno dice mujer, con eso quiere ya decirlo todo: un ser que es mitad florero y mitad sirvienta, pero en otra formación social podría querer decir otra cosa, por ejemplo, compañera; pero siempre la palabra tiene una adherencia, la palabra es siempre más calificativa de lo que uno cree.

Nadie ha llegado a saber marxismo si no lo ha llegado a leer en una lucha contra la explotación, ni psicoanálisis si no lo ha leído (sufrido) desde un debate con sus problemas inconscientes; y el desarrollo de la lingüística y su meditación actual, por Derrida, muestra que nadie llegará a ser lingüista, sin una lucha con la teología implícita en nuestro lenguaje y en las formas clásicas de pensarlo.

Unos psicoanalistas hablan del problema del tiempo propio del lenguaje: me refiero principalmente a Lacan y naturalmente a algunos de sus discípulos. El problema se puede describir así: cualquier formulación en el lenguaje, espera su sentido de lo que la complementa; lo que quiere decir que cualquier recepción del lenguaje es necesariamente una interpretación retrospectiva de cada uno de sus términos a la luz del conjunto de la frase o del texto.

Es decir, que no es una suma de informes progresivos, sino una reinterpretación por el conjunto de los momentos del discurso. Hay pues una espera para la interpretación retrospectiva, que es el arte de escuchar, o si ustedes quieren, también el arte de leer pero ya en el lenguaje como tal, ya en el escuchar más simple, hay una espera, es un ejercicio interesante el de darse cuenta de que las palabras más corrientes son terriblemente indefinibles; si a uno le dicen qué quiere decir una palabra uno se pone a pensar seriamente en eso, se da rápidamente cuenta de que su significado depende de los contextos en que esté dicha, es decir, que si a nosotros nos preguntan por ejemplo qué quiere decir un verbo bien corriente, el verbo hacer: ¿qué es hacer? hacer es casi todo, se puede dejar por hacer y también deshacer un tejido. ¡No hagas eso!, se le dice al niño.

¿Y qué está haciendo él? Está deshaciendo algo, entonces hacer es deshacer. En una palabra, el término más corriente deriva su sentido del contexto. El que crea encontrar el sentido de una fórmula de El Capital allí donde está y no tenga la idea del viaje de regreso, no lo encuentra. Por ejemplo, una fórmula como ésta: Se va a conocer el capital por medio del estudio de la mercancía, porque en las sociedades donde domina el modo de producción capitalista, la riqueza se presenta como una gran acumulación de mercancías. ¿Qué quiere decir “se presenta”? Sólo avanzando en la lectura, llegamos a descubrir que esa tendencia a presentarse es esencial a la cosa, pero en la frase misma no sabemos qué es lo que quiere decir, pues Marx después demuestra que riqueza no es lo mismo que valor,  que valor no es lo mismo que valor de uso, que todos los recursos naturales también son riquezas aunque no sean valores, porque no son producto del trabajo, y luego nos ilustra más y nos dice que tienden a devenir mercancías precisamente por estar bajo un régimen de producción de mercancías, así pues sólo poco a poco la frase nos resulta inteligible retrospectivamente, pero inicialmente no da la razón de sí.

Ante la lectura, si se hace una lectura seria, se tiene que asumir una posición similar a la forma de escuchar que propuso Freud. Es necesario aprender una disciplina difícil; esa disciplina la puedo determinar así: la suspensión del juicio. El lector de El Capital tiene que tomar ese libro –o cualquier otro libro serio– como una pregunta. Si lo enfrenta como una respuesta anula toda posibilidad de lectura seria, es decir, transformadora.

Con ese “método” se pueden dogmatizar hasta los libros más revolucionarios.
Uno de los problemas de la lectura es la lectura posesiva, cosa que a los estudiantes les cae supremamente bien, porque les enseña el modelo de la escalerita. La escalerita quiere decir: ir de escalón en escalón, de lo simple a lo complejo, y lo simple es el profesor. ¿Cuál simple? ¿Dónde hay algo simple? ¡Ah! pero la pedagogía dice: primero los elementos esenciales y después veremos...”.

Ese es el modelo desgraciadísimo y que nos produce el efecto de una lectura obsesiva. El obsesivo quiere orden; cada cosa en su lugar dice el ama de casa obsesiva, la neurosis colectiva del ama de casa lo manda así: el aseo. el orden, los pañales, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Y así quiere uno leer también: primero tengamos esto claro para poder seguir, porque cómo vamos a seguir si no tenemos eso claro. Esto es falso, pues precisamente los problemas se esclarecen después; es necesario seguir, plantear los problemas, volver, en síntesis, trabajar. ¡Qué cuentos de detenernos!

¡No! La lectura es riesgo. La exigencia de rigor muchas veces puede ser una racionalización, el temor al riesgo hace que la lectura sea prácticamente imposible y genera una lectura hostil a la escritura cuando lo que debe predicarse es exactamente lo contrario; que sólo se puede leer desde una escritura y que sólo el que escribe realmente lee. Porque no puede encontrar nada el que no está buscando y si por azar se lo encuentra, ¿cómo podría reconocerlo si no está buscando nada, y el que está buscando es el que está en el terreno de una batalla entre lo consciente y lo inconsciente, lo reprimido y lo informulable, lo racionalizado o idealizado y lo que efectivamente es válido? Si no está buscando nada, nada puede encontrar. Establecer el territorio de una búsqueda es precisamente escribir, en el sentido fuerte, no en el sentido de transcribir habladurías.

Pero escribir en el sentido fuerte es tener siempre un problema, una incógnita abierta, que guía el pensamiento, guía la lectura; desde una escritura se puede leer, a no ser que uno tenga la tristeza de leer para presentar un examen, entonces le ha pasado lo peor que le puede pasar a uno en el mundo, ser estudiante y leer para presentar un examen y como no lo incorpora a su ser, lo olvida. Esa es la única ventaja que tienen los estudiantes: que olvidan, afortunadamente; qué tal que no tuvieran esa potencia vivificadora y limpiadora, qué tal que nos acordáramos de todo lo que nos enseñaron en el bachillerato.

Medellín, junio 8 de 1982.